viernes, 7 de marzo de 2008

¿Vale la pena mi vida?

El comentario es válido, cada uno de nosotros debe hacerse la pregunta ¿vale la pena mi vida? Y en todo caso ¿vale la pena contásela a alguien más? Es ahí donde la autobiografía se detiene, ¿lo hago o no lo hago?, ¿me meto o no me meto?, ¿to be, or not to be? that is the question. ¿Alguien me leerá? Confieso que es algo raro, tal vez algo esquizoide, pensar en los posibles lectores, en lo que puedan pensar, los juicios que me puedan hacer.

Con los cuentos pajeros no tuve ese problema, como no todos son míos, la mara del taller literario le entra, algunos prometen, que vayan a cumplir es otra cosa: ahí tienen al Adán con sus poemas y poemillas, el Beto sólo necesita algún apoyo literario, Jonás que insiste en meter a la Biblia en sus cuentos y todos los demás que ustedes han leído. Pero Johan, yo mismo, me resisto a publicar con mi nombre. Les diré que alguna vez lo hice con un seudónimo, en ese mismo blog, no les voy a decir cual es, pero no funcionó. Ahora intento hablar con mi propia voz y viene alguien a preguntar ¿vale la pena tu vida?. Entonces me pongo a darle vuelta a las anécdotas ¿cuáles les puedo contar?, ¿cuáles les pueden interesar?, ¿cuáles son válidas?, ¿cuáles no?

Así aparece la lista de las posibles cosas que quiero escribir, cosas triviales, ¿quizá?, como lo que me sucedió el otro día cuando estaba pensando que hay una frontera invisible para los habitantes de esta ciudad. Quienes viven en las zonas altas no van a la zona 1, ni a la 3, la 5, la 6, la 7, la 8 y mejor no sigo pues es casi toda la ciudad. Para ellos, la zona 1 es como la Patagonia, saben que existe pero no la conocen. No sé por qué le dicen zona alta a los barrancos de la zona 14. Por ser zonaunero tengo el privilegio de poder ir a todas partes, hasta donde el color me lo permite. El mío y el de mi billete.

Aquí en Guatemala no hay discriminación, me explicaba un estudiante de una universidad privada que hablaba conmigo para demostrármelo. No sé todavía por qué salió el tema a conversación. Pero mejor les cuento todo lo que me pasó. Aprovechando que era viernes y habían pagado, me fui a 4 grados. Estaba sentado en Paninos o Paninaro, ¿cómo se llama?, bueno, es ese lugarcito chilero en el que es posible ver, casi todos los días, a un grupo de pintores tomándose un café, pues ahí estaba yo, echándome una mi chela y ese patojo que les cuento me habló y se sentó, me explicó que llevaba media hora de estar esperando a sus cuates y no llegaban. Pidió una cerveza y se acomodó, de pronto empezó a hablarme de la discriminación, ¿no sé por qué? ¿habrá sido por mi color, acaso?, se puso a explicarme las razones de su desacuerdo hacia ello. Básicamente, estoy en contra por justicia —me dijo enfáticamente—. No es justo que los pobres negros allá en Manhattan sean discriminados. Aquí en Guatemala no tenemos ese problema, mire nosotros, tomándonos un par de cervezas sin problema. Yo aprendí en mi casa que hay que tenerles paciencia a los pobres indios y a ustedes los negros de Livinsgton (soy de Belice, pensé sin cambiar la expresión de mi rostro), pues no tienen la culpa de serlo. ¿Qué idioma es el que hablan allá? Se parece al zancudo… ¿cómo es? ¡Ah sí! Miskito. Allá en mi "U" topan indios, usté, y uno tiene que trabajar con ellos porque los profes lo ven mal si uno no les habla; eso es igualdad. Me mareaba su perorata, yo solo quería tomar mi chelita, en paz. De pronto, sacó un billete de veinte, lo dejó sobre la mesa y se despidió, felicitándome por lo bien que hablaba el español. Sus amigos acababan de cruzar la esquina, venían caminando hacia nosotros. Los saludó de abrazo, todos canchitos, como él. Al pasar frente a mi mesa no volteó a saludarme.

Vuelvo al inicio, ¿vale la pena contarles este tipo de anécdota?, ¿quién sabe?, lo cierto es que uno no puede ir por la vida sólo de observador, la realidad te golpea, creo que ya me estoy pasando de chelas; la culpa la tiene el Adán, porque tiene una de esas cámaras que dicen cerveza bajo cero, además me da fiado, entonces hay días que sólo agarro, pero luego pierdo la cuenta. Insisto, la realidad te golpea, golpea a todo mundo, a unos les toca ver como su pequeña hija es operada en la pierna que no era, a otros les toca quedarse huérfanos, ver como sus familiares se mueren en un accidente del transporte colectivo, que puede uno decirle a esa gente, ahí no hay ironía que valga, a esa gente le pela si el gobierno sobre-valoró el aeropuerto, si Venezuela se va a la guerra, si Bush sigue invadiendo países, si a los escritores no los lee nadie, si tal o cual crítico mesiánico descalifica a los demás; entonces, ¿vale la pena?; creo que si, además me quiero aferrar a otras ideas, me pongo a pensar en que alguien me lee en Antofagasta, imagínense, la palabra me recuerda algo que yo no entiendo, Antofagasta, suena como algo que se atraganta, algo que cuesta digerir, porque ¿cómo puedo imaginarme el frío?, un frío que no he sentido nunca en la vida y que debe estar cercano a la inercia o la muerte. Saber que alguien vive allí, se toma el tiempo para entrar en el blog y leerme, asusta, de verdad. ¿Cómo medir el alcance de mis palabras? Claro que yo mismo me doy paja, porque nada me garantiza que la persona de Antofagasta me lea. Navegué en intenet buscando fotos de aquel lugar, algo tangible que me dijera cómo es la región, si de verdad es tan inhóspita, de inmediato advertí la ridiculez de mi búsqueda, si alguien vive en Antofagasta y usa la computadora, es porque se puede vivir. Al final me quedé pensando que esa persona quizá no ha comido los cientos de mangos que yo he ingerido en toda mi vida, ella o él tal vez se pregunte si nosotros comemos bananas o si nos crece hierba en los brazos, de tanta humedad, tal vez hasta piense lo mismo, cómo hago yo para estar escribiendo en una región tan alejada, entonces me sigue atormentando su sola existencia. La de todos ustedes.

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