viernes, 27 de marzo de 2009

Paranoia

Sobrevivir el día a día en Guatemala, valga la frase trillada, se ha convertido en verdadera hazaña. Uno sale y no sabe si regresará, se le oye decir a mucha gente, aunque eso ya lo decía mi madre hace muchos años, imagínense, todavía lo recuerdo: metete temprano vos Johan, y a aquel famoso: el que nada debe nada teme, que le respondía yo, ella volvía con otra frase: Ajá, pero no basta con serlo, hay que aparentarlo, y a vos ese tu pelo ya te creció demasiado, parecés delincuente. En nuestros días sería algo como lo que el Jonás le dice a su hijo de 17 años: cuidadito te hacés un tatuaje vos, te lleva la policía y te meten con los mareros.

El asunto es que hemos crecido y vivido en un sistema que nos obliga a estar alertas todo el tiempo. A la par de los sucesos violentos, el imaginario colectivo se encarga de alimentar y hacer crecer los miedos.

El otro día, invitado por un amigo, aunque ahora que lo pienso creo que no entra en esa categoría, paré en una reunión de aquellas en donde tratan de convencerlo a uno para que compre cierta cantidad de producto y luego se lo venda a alguien más, al tiempo que se debe convencer a otros para que entren al negocio; pero como yo soy duro de roer, no me vendieron nada; además me disgusta poner a los conocidos en situaciones incómodas, menos a los amigos.

El lugar estaba lleno, se notaba que muchos de ellos eran de esas personas que comen salteado, que no hacen sus tres tiempos de comida pues; es decir, comen poco, o lo hacen dos veces al día, dicen que están a dieta, la idea es no malgastar su dinero en alimentos, para que les alcance para el celular caro y la bisutería fina, que lucen en el cuello y muñecas; pero ya me puse a pelar gente, esa no es mi intención, soy pajero, no chismoso.

La cosa es que, de pronto, me encontré en medio de un grupo que tampoco había comprado nada, claro que estaban aprovechando las boquitas y bebidas gratis, hasta traguitos había. La conversación derivó hacia el tema de la violencia: mataron a otro piloto ayer; vieron la balacera en la Reforma; los zetas asesinaron a un grupo de gente (qué país de cuarto mundo seremos, cuando el narcotráfico mexicano nos manda a los zetas, ni siquiera a los A, B o C); es que quieren liberar a su líder, el que está preso; comentarios como esos eran el común denominador; en esas pasamos un buen rato, hasta que alguien habló en primera persona: ya no se puede vivir aquí, anda uno todo miedoso, ya ni la hora, ni una dirección puede dar uno, porque cualquiera que se le acerque a uno puede ser un ladrón o marero; a partir de ahí, resultó que todos, directa o indirectamente, habían tenido un encuentro cercano con la violencia, como dicen: le pasó al amigo de un mi amigo. Comenzaron a contar que los habían asaltado en el bus, en el semáforo, en la calle, enfrente de su oficina, en el elevador, a sus hijos a la salida del colegio, en la fila de carros que se hace afuera del colegio, adentro del colegio; que los habían extorsionado, en su condominio, a todas las casas de su colonia, a las tiendas del barrio, a conocidos que trabajan en maquilas, por teléfono; cositas así contaban.

Lo curioso de todo es que, con el paso de los minutos y las historias, más de alguno llega a atribuirse el protagonismo de algo que no le sucedió. Contaban que habían sido vecinos de un capo; del jefe de una mara, de un extorsionador; y no faltó el que se había agarrado a balazos con un ladrón o quien ha recibido amenazas de secuestro, él y a su familia. Entonces salen a colación las leyendas urbanas, como aquella en donde un tipo armado, le da mil o dos mil quetzales, según quien haga el relato, a la persona que conduce el auto que lo sigue en la fila del semáforo, pues tuvo la paciencia de no bocinar cuando dio la luz verde; al tiempo que le tira el dinero por la ventanilla del auto le dice: Se acaba de salvar, hice una apuesta con mi amigo, si tocaba la bocina la mataba, al no hacerlo usted ganó este dinero, pues yo perdí la apuesta”. “Eso le pasó a una mi vecina”, dijo una voz.

Sin darme cuenta había pasado más de una hora, por lo que me despedí, suficiente con la vida real, como para seguir escuchando alardes, aunque en estos tiempos es difícil caer en la exageración.

Mientras iba en el bus pensé que el entorno violento justifica la paranoia, pero al mismo tiempo encontramos placer en contar experiencias relacionadas con el tema, sean reales o ficticias; incluso hay gente que se siente excluida, o rara, cuando apenas han sido robados por un carterista. Hay otros que consideran símbolo de estatus el hecho de haber sufrido un intento de secuestro, pues como todo mundo sabe, solo secuestran al que tiene dinero para pagar el rescate.

Les cuento lo que le sucedió a un amigo. Es el tipo más confiado del mundo, siempre le vivo diciendo que tenga cuidado, que se ponga pilas, que no sea baboso pues. Un día se le acercó un señor a preguntarle la hora, como no tenía reloj sacó su celular, a punto de verlo estaba cuando el tipo se lo arrebató y salió corriendo; una semana después le sucedió lo mismo, pero no habían terminado de preguntarle la hora cuando, sin mediar palabra, arremetió contra la persona, y al tenerlo en el suelo le dijo: una vez le pasa al ciego; ante tal reacción, el agredido vociferaba: llévese todo lo que quiera, pero ya no me pegue.

Salú pue.

El anterior mensaje fue cortesía de: ARMERÍA LA PISTOLITA.

viernes, 6 de marzo de 2009

Cumpleaños

Contar los años es algo que había decidido no hacer, desde que cumplí sesenta, hace dos años, lo juré. Saberse de la tercera edad no es agradable, aunque en mi caso no ha sido traumático, pues cuando uno es de color oscuro las arrugas tardan más en aparecer o en hacerse notar; además suceden cosas que logran que uno se ubique, o que se dé paja; como cuando intenté subir a la camioneta sin pagar, mostrando mi carné de viejito y me dice el chofer: moreno, no se haga el brocha, pague su boleto, que usted está más pollón que yo. De cualquier forma, ya saben lo que dicen, eso de estar viejo es más un estado de la mente y no del cuerpo.

Hace unos días un patojo se le escapó de las manos a la mamá, yo estaba en el internet del Adán y alcancé a ver cuando quiso atravesarse la calle; salí corriendo tras él, justo a tiempo para detenerlo, así evité una tragedia. La madre, entre asustada y agradecida, me dijo: que bueno que estuvo listo joven, gracias por agarrar a mi hijo. Las palabras de la doñita alimentaron mi ego, haciendo que se fuera más arriba de donde usualmente se mantiene.

Es inevitable llevar la cuenta de los años, los que tengo, los que debo, si me hacen sufrir, si me causan dolor; lo cierto es que a mi no me duele nada, no se me olvidan las cosas, nada de problemas de próstata, ni señales de alzheimer, todo funciona de maravilla; ni siquiera la soledad, porque esa la alivian los cuates, las cuatas, mi blog y los amigos virtuales, que se fijan en todo, y vienen a dejar saludos de cumpleaños.

Pero como siempre hay un mosquito en la piña, un pelo en la sopa pues, no falta quien lo haga a uno aterrizar, les echo el cuento: Evita es una patojona que recién sobrepasó los cincuenta años, trabaja en la universidad, la conocí hace unos veinte, pero nunca fue nada mío (no le salió nada); eso sí, durante todo este tiempo ha sido fiel a los talleres, siempre comparte sus libros y cualquier material para discutir, es inteligente y culta, solo que carece de tacto la muchachita. Ayer vino con unos libros nuevos, con ganas de comentarlos, después del saludo le dije: Evita, no sé que hace usted, cada vez que la veo pienso que está exactamente igual que cuando la conocí. Ella me vio de pies a cabeza, y con total desparpajo liberó sus palabras: Johan, lamento no poder decir lo mismo.

Así que ya no me doy más paja, asumo mi edad y no me hago bolas, ya vendrá alguien a decirme: pase adelante joven, o patojón, o que estoy pollonazo.

Salú pue.

El anterior mensaje fue cortesía de: PASTELERÍA DOÑA VICKY