Mis hijos crecieron hace muchos años y, como les he contado, cada uno tomó su camino, pero cuando eran pequeños más de algún vecino nos invitó a la celebración del cumpleaños de sus hijos. Ahora que lo recuerdo, pienso que fue bueno que los prejuicios, de los demás, nos evitaran más invitaciones.
Siempre he pensado que ese ritual de acabar, a palazos, con un personaje de cuento infantil o de caricatura, según el gusto del niño, es macabro; ya lo creo que si, todos quedan felices hasta que logran sacar el tanate de dulces que se acumulan en la panza. Mis hijos nunca se acostumbraron, por eso dejé de hacer esos rituales satánicos, pero no de celebrar cumpleaños, los cambié por refacciones en el colegio.
Todo este rollo viene al caso porque una de las señoras que llegan al taller ha venido manifestando un interés inusual en mi. Ella es una mujer guapa, divorciada, cuarentona de buen ver. Resulta que uno de sus hijos, precoz él, la hizo abuela hace un año. El asunto es que, según creo, ella pensó que la piñata del nieto era un espacio decente, y sin peligro, para reunirnos. Entonces se dio a la tarea, durante una semana completa, todos los días, de invitarme a la celebración. Para no darse color, enfatizaba lo mucho que le gustaría presentarle a su familia al gran Johan, subiéndome el ego, con esas y otras pajas, logró convencerme, además no tenía nada mejor que hacer el domingo.
La acompañé a la fiesta, ella se puso muy guapa, en realidad nada del otro mundo, pero se miraba bonita, más de lo acostumbrado. Mi entrada, como siempre, fue espectacular, la gente se me quedaba viendo, en especial los niños; en este país es raro recibir visitas de alguien de raza negra. Ya me acostumbré a esa maña chapina de evidenciar las diferencias; y a las miradas, con la boca abierta, de los güiros; me da igual.
Fue complicado sentarse en un patiecito de esos de casa del centro, pequeño digo, pero en realidad son más grandes que los de casa de colonia. En el lugar habían acomodado unas veinte sillas de plástico, para los adultos; igual cantidad de sillitas, para los niños, rodeaban una mesita adornada con dibujos de no se que personaje; hace años que no veo caricaturas, era una especie de alce, por los cuernos, de color naranja y con ojos enormes; el adorno se completaba con globos pegados al techo y las paredes, bien lindo se miraba todo.
Debo decir que una de las más simpáticas habilidades del artesano guatemalteco es la de hacer piñatas. Algunos piñateros son verdaderos artistas, lo efímero de sus estructuras no desmerece el trabajo que le ponen, algo así como las fallas de Sevilla; claro que hay otros que logran asustar a los niños, recuerdo una vez que un Hulk mal hecho fue la sensación de la fiesta.
El ambiente en una piñata de barrio es extraño, cada familia se aglutina en su sector, no hablan con los demás, usualmente las sillas están colocadas alrededor del patio, la mayoría de veces no hay mesas para los adultos, así que, si mucho, se habla con el vecino, en este caso mi amiga. Por otro lado, cada tantos minutos, aparecen personas que se presentan, platican un poco y regresan a sus incómodas sillas.
El plato fuerte es la piñata, aunque en el ínterin, de un tiempo acá, se ha popularizado contratar a un payaso. Los payasos de piñata son verdaderamente infames, no tengo nada contra ellos, de verdad, pero cuentan chistes malos y repetidos, si tratan de ser originales se ven peor, casi siempre hacen llorar a algún niño, sus atuendos asustan, antes que causar gracia; afortunadamente el show duró unos quince minutos.
Llegado el momento cumbre, el niño agasajado recibió un palo lleno de flecos, para que se diera gusto, cual jugador de béisbol, disparando golpes contra la piñata, supongo que lo entrenaron todo el año, porque no lloró y atinó a pegarle a la piñata, aunque sin mucha fuerza; claro, no se puede pedir que alguien de un año rompa esos muñecos.
Un por uno, los niños y niñas desfilaron para acabar con el personaje, el griterío de los adultos animaba la actividad, los patojos olvidaban por un rato la ropita de fiesta y la corrección, y lanzaban golpes intensos.
Me llamó la atención una niña tímida, delgada, con trenzas, llevaba una bolsita colgada al hombro, su actitud era de princesita remilgada, hasta limpió la sillita, haciendo cara de fuchi, fuchi, para no mancharse. Cuando pasó a quebrar la piñata se transfiguró: lanzó golpes que hubieran derribado a un toro, no le importó golpear a un par de niños en el hombro, y al caer los dulces se lanzó al suelo acaparándolos entre sus brazos y su cuerpo extendido.
La tarde siguió con el pastel, los refrescos y los chuchitos, que me encantan. Siempre recuerdo la primera vez que me los ofrecieron, en ese entonces llevé tal decepción, pensé que me darían un cachorrito, conste que tenía cinco años.
Me presentaron con medio mundo, fui testigo de los pequeños líos de la hija de mi amiga con su pareja, un muchacho tosco con cara de pocos amigos, igual que las demás familias que nos rodeaban.
Como era invitado especial, eso dijeron, cuando todos se fueron, me quedé a tomar un café con la familia. Pude ver al niño destapando los regalos, los padres mostraban su decepción, en la medida que descubrían lo que venía en los envoltorios; creo que pensaban en lo caro que les había salido la piñata y que los regalos no compensaban lo invertido, pues la mayoría de los obsequios eran baratijas chinas y calcetines de la sexta avenida.
Cuando me despedí le di un abrazo, ella aprovechó para besarme en la mejilla, dos segundos más de lo normal.
Salú pue.
El tambo — Capítulo 4
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—Joven, hágame el favor, por vida suya, ayúdeme a subir el tambo por la
puerta de atrás.
Un poco de esfuerzo y el tambo quedó acomodado. El brocha apurab...
Hace 10 años