viernes, 19 de septiembre de 2008

Diálogos de fútbol

—Ahí viene el Diego miren muchá.

—¿Qué rollo vos Dieguito, qué te habías hecho?

—Mucha tarea en la U, pero yo siempre ando en la jugada.

—El Johan ha estado triste por vos, va vos Johan. ¡Puta muchá!, oyen eso, ¿son balazos o son cuetes?

—Si serán huecos, el Jonás hasta se metió debajo del escritorio, son las chavas del Belga, por ser el último día de clases, de las que se van a graduar, están quemando una ametralladora como de una cuadra; ahorita que yo venía para acá la estaban poniendo.

—A bueno, pero como ahora la situación se puso tensa, por los micrófonos, las estafas y toda esa paja, ya parece que fuera un golpe de estado.

—La hubieran guardado para cuando clasifiquemos al mundial, va vos.

—Simón, y ¿cómo mirás a la sele vos, ¿pensás que va a clasificar?

—Mirá mano, como dice aquel comentarista de la tele, si la sele, como me salió en verso ya saben, gana los tres partidos que le quedan, entonces clasificará a la siguiente ronda.

—Ta fácil entonces.

—Ya vas, esos comentaristas son bien pilas, va muchá; pero ya en serio, que opinan de la sele, vos Adán, ¿vos que decís?

—Mirá mano, el fútbol me la pela; pero el Beto si se engaza con ese rollo, hasta una oda al fútbol escribió el otro día, va vos Beto.

—Pues engazado, engazado, no soy, pero si lo miro, la liga española me gusta, por ejemplo, pero con eso que ahora solo la mirás si tenés eskai, y esa mierda es muy cara, entonces, de plano, le he perdido el interés. Y buena idea mano, no he escrito nada sobre fútbol, pero te voy a tomar la idea, una oda pajera, por ejemplo. Vos Jonás, vos creés que si toda Guatemala se une en oración, pidiendo el milagro de la clasificación, ¿será que se nos hace?

—Puta muchá, como chingan con eso, pero les digo una cosa, me mato de la risa cuando le preguntan a un jugador, antes del partido, ¿dispuestos a ganar? y él responde, todo lo dejamos en las manos de Dios, él es quien decide. Que de a huevo, si pierden no es porque son meros mulas para jugar, es porque Dios no quiso.

—Vos Johan ¿qué opinás?

—Pues aquí el experto es el Diego, muchá, aunque creo que puedo ser más objetivo, digo yo, pero como no sé mucho de fútbol, entonces no cuenta lo que diga.

—Solo pajas es el Johan. Tons vos Diego, vamos a no vamos al mundial.

—Miren pues, todo este rollo es triste muchá, porque Guatemala es, entre los países futboleros del mundo, el peor de todos, y eso no es paja. Por supuesto que se le gana a Belice, a Cuba, a Nicaragua, pero esos no son países futboleros. Por eso si se toma como referencia aquellos países en donde el fútbol es pasión, que el estadio se llena cuando juega la selección, entonces no hay otro que sea más malo que Guatemala, por eso solo queda esperar lo peor, bajar las expectativas, porque si no se clasifica, no pasa nada, y si se clasifica, pues nos ponemos alegres, ya saben a que me refiero, jeje.

—Mirá pues, Diego Iespien tenías que llamarte, si hasta parece que supieras lo que decís.

viernes, 12 de septiembre de 2008

15 de septiembre

— Ya vieron muchá, el centro está de nuevo sitiado, es la segunda vez en el año; primero fue la semana santa, llena de marchas fúnebres; ahora el quince de septiembre, con su tamborileo y, de plano, es imposible circular.

—La independencia dicen, solo pajas es la mara, con tal de sacarle pisto a los papás siguen necios con los desfiles; de todas formas estás de pelex mano.

—Un poquito, pero estoy escribiendo una historia para mi blog.

—Ya viste pues, solo pajas, vaa bos Beto.

—Ujum,

—Ya no me interrumpan pues, tengo que escribir la historia, quiero ir al baño, pero me voy a aguantar, si no pierdo el hilo.

Los dos años que pasé en Guatemala, cuando era niño, me dieron el panorama del país al que regresaría ya siendo adulto. Aprendí el español con alguna dificultad, debido a mi forma de hablar, en ese tiempo conviví con los verdaderos discriminados. De cualquier manera, para la gente, yo era un ente raro. Cuando vivía en Cobán apenas me miraban, pero los viejitos se corrían cuando se topaban conmigo en la calle. Luego supe de la leyenda del negro, y de cómo los finqueros contrataban (o compraban, ¿quién sabe?) a un hombre de mi color, lo dejaban suelto y desnudo, por la noche, entre los cafetales, para prevenir los robos que se hacían a los sembrados. Así que para los viejos yo era una especie de duendecillo negro, y para los ladinos, alguien raro; pero con la fama de santa adquirida por mi madre, nadie se metía conmigo, ni se atrevían a ponerme apodos.

El quince de septiembre los cuques siempre aprovechaban para hacer su propaganda, además buscaban una forma de celebrar, algo que nunca faltaba era la elección de la reina del regimiento.

El primer año, el coronel le ordenó al marido de mi mamá que le diera doscientos quetzales a una muchacha indígena, ella era preciosa y sería la representante del regimiento en las fiestas del siguiente agosto, casi un año después. También se había elegido, a dedo, a una reina ladina, las dos lucirían su belleza durante todo el año.

Normalmente se le daba a la reina ladina una cantidad mayor, recibía el título de madrina del regimiento y se le proporcionaba dinero para ropa, zapatos y maquillaje, todo lo necesario para verse bien en los eventos. A la reina indígena, casi siempre de menos de quince años, se le asignaban, escasamente, unos cincuenta quetzales, para que viera que hacía, pero el coronel quería que la de ese año, como era excepcionalmente bella, tuviera una ropa digna del regimiento y le entregó aquel dinero; al cambio actual serían más de cuatrocientos dólares (vaya si estaré viejo). A la patoja ladina la trajeron de una aldea y era lo que se dice: una ladina pobre. Fue un escándalo en el pueblo, porque no se eligió, como siempre, a alguna hija de finquero. Como no querían hacerla de menos le dieron la misma cantidad de dinero, para que se comprara algo de ropa. La chica y su madre hicieron viaje a la capital para hacer las compras.

El día del desfile, el coronel estaba seguro que lo iban a envidiar, cuando lo vieran del brazo de las dos bellezas, una pelirroja y la otra indígena; pero la primera sorpresa fue que la niña indígena no llevaba ropa nueva, y aunque se miraba bien con lo que traía puesto, era notorio que se trataba de ropa vieja. La segunda sorpresa fue que la pelirroja se había puesto el vestido más feo y vulgar que le pudieron comprar; era una cosa roja, llena de vuelos, fatal mezcla entre un traje de sevillanas y un disfraz de meretriz del Moulin Rouge, súper maquillada, casi parecía un payaso.

El coronel suspiró, frunció el ceño, pero tuvo que desfilar. Más tarde pensó que la pelirroja no había escogido bien el vestido, pero quizá para la fiesta de la noche lo haría mejor, entonces se animó a decirle: vamos a la fiesta por la noche, se me viste bien patoja.

Al baile, la pelirroja llegó con el mismo vestido rojo, la fiesta fue una locura, porque las niñas bien del pueblo se la pasaban cuchichiando. Todo esto lo escuchaba yo al otro día, mientras los adultos de la casa chismeaban.

El marido de mi madre fue conminado a investigar que había pasado con el dinero, así que llamó al padre de la niña indígena y a la madre de la pelirroja, para que llevaran los recibos de lo que habían comprado. En esos tiempos no era común pedir comprobantes, por lo que llegaron con las manos vacías.

Primero llegó el padre de la niña indígena, ante la pregunta solo se limitó a decir: pues la niña tiene ropa y nosotros necesitábamos unos coches y unos chuntos, para celebrar la siembra, así que en eso me gasté el pisto. Era evidente que el hombre pensaba que el dinero había sido un pago por prestar a su hija.

La mamá de la pelirroja llegó al rato, toda agitada, ella si tenía un recibo por ciento cincuenta quetzales, de una tienda de la sexta avenida. El marido de mi madre se reía mientras lo contaba: sabés que compró con ciento cincuenta quetzales: calzones y brasieres. Resulta que la niña no acostumbraba usar ropa interior, y como pensó que si la invitaban a Quetzaltenango, al año siguiente, tendría que dormir con otras patojas y no quería que la juzgaran, por eso le compró ropa interior de lujo, según ella, y con lo que le sobró compró tela, con la que la vecina confeccionó el vestido que utilizó. Eso le dijeron y eso escribió en el informe que presentó al coronel.

—No muchá, ya no aguanto, ahorita regreso.

—Vos Beto, vení, ayudame a terminar la historia del Johan.

—Nel hombre, se va a malear.

—Si no le gusta que lo borre.

Esa noche el coronel levantó a la tropa, a eso de las dos de la mañana, personalmente se encargó de que los tres pelotones a su cargo corrieran diez kilómetros, con la mochila a cuestas, y después, solo por joder, mandó a dos sargentos a la casa de las reinas, para decirles que repusieran el dinero o que se atuvieran a las consecuencias.

La indígena salió huyendo, hacia México, pero sus padres no alcanzaron a llegar al pueblo próximo, la patrulla los alcanzó. La otra se fue a la capital, con sus padres. Se escondieron unos meses en la casa de unos tíos, ahí conoció a un oficial que la cortejó unos días, y ella le terminó contando su historia.

Una tarde del tercer mes, el coronel estaba parado en el umbral de la puerta de la casa de los tíos; se miraba como quien llega de un largo viaje, pero sin equipaje, tenía un gesto de venganza, a su lado estaba el oficial, quien pronto se convirtió en capitán. Los padres no pudieron pronunciar palabra alguna, el coronel tampoco dijo nada, pero el movimiento de su cabeza les indicó que lo siguieran. Estaba claro que el coronel no se iba a quedar solo con las explicaciones.

Ya de regreso en el pueblo, mandó a su mujer con la pelirroja, para que comprara unos trapos decentes; por supuesto, la chica tenía que ir con él, al año siguiente, a Quetzaltenango.

—Aguas que ahí viene el viejo.

—¿Qué onda muchá?, ya vinieron a chingar mi historia, ahora que se quede así.

viernes, 5 de septiembre de 2008

Milagros y milagreros

Mi madre, quien para nada fue una santa, llegó a ser considerada como tal, luego de una experiencia alucinante que tengo grabada en mi memoria, es uno de los recuerdos más viejos que tengo.

La primera vez que vine a Guatemala, por escasos dos años, fue cuando ella se caso-juntó con un oficial del ejercito que conoció en la frontera. Ella era una mulata excepcionalmente hermosa, tanto que algunos aseguraban que fue la inspiración para aquel libro Carazamba, algo que, históricamente, no puedo negar ni confirmar.

El asunto es que el tipo estaba destacado en Cobán, como oficial de abastos (no sé como le llaman), él se encargaba de tener comida para la tropa y los oficiales, por supuesto tenía que ser cantidad y calidad. Yo no era su hijo, pero me vine con ellos para que, según mi madre, le hiciera compañía y me alejara un poco de mis abuelos, con quienes regresé a vivir, pero eso es otra historia.

El día que sucedió lo que quiero contarles, mi madre llegó de la calle toda apresurada. Como esposa de un oficial (al menos así lo decía el oficial); no importaba ni su color, ni el de su hijo, ella podía usar un carro con chofer. Llenó una caja con provisiones: pasta, sopas, frijoles, arroz, azúcar, pan y aceite; cosas que normalmente abundaban en nuestra casa; llamó al chofer, quien trajo un vetusto jeep donde nos subimos, ella y yo, el bebé (no lo había mencionado, ella tenía un bebé con el oficial) se quedó con la niña qeqchí que lo cuidaba.

Apresurando al chofer, nos dirigimos a una colonia que estaba al otro lado de la ciudad. En ese lugar, alguna compañía extranjera construyó una hilera de casitas de madera, a la orilla del río Cahabón, y con los años las dejaron abandonadas, ahora estaban habitadas por gente muy pobre (aunque, curiosamente, todos eran blancos), quienes se dedicaban a la mecánica y otros oficios. El chofer paró en la última casita, yo me quedé viendo a tres niños que venían de regreso del río, totalmente empapados, su piel blanca y pelo rubio me asustó, por lo brillante. El mayor era más o menos de mi edad, unos seis años, y el más pequeño apenas podía caminar. Atrás de ellos venía una mujer, chiquita y pelirroja, traía puesto un vestido largo, de algodón, floreado, también venía empapada.

Mi madre estaba parada en la puerta de la casa, la mujer, visiblemente asustada, se acercó a abrir la puerta, estaba descalza y sin medias, subimos los tres escalones de la vivienda y entramos a una casa cuya pobreza y suciedad me asustó.

Los niños nos metimos corriendo, mientras la madre les ordenaba cambiarse de ropa y ella, sin cambiarse, atendió a mi madre en un comedor, donde una mesa y tres sillas viejas estaban atiborradas de ropa sin planchar. Riendo nerviosamente le dijo a mi madre que como hacía tanto calor había llevado a los niños a nadar al río, a mi me pareció bastante tonto eso de nadar con ropa.

Mi madre le ordenó al chofer bajar la caja, él la puso sobre la mesa de la cocina y sacó las cosas. La mujer hizo cara de sorpresa, pero de inmediato tomó un cuchillo para abrir una enorme lata de sardinas. Los niños llegaron gritando, agarraron pan y sardinas y los devoraron, demostrando tal hambre, algo que nunca antes había visto; negro y todo, yo jamás pasé un día sin comer. Abrieron otra lata, hasta entonces la mujer le ofreció una silla a mi madre, ella se miraba un poco molesta. Después de comer, los patojos nos fuimos a jugar, pero alcancé a escuchar que la mujer sollozaba, por momentos, otros lloraba a gritos.

Al día siguiente una mujer llegó a ver a mi madre, luego otra y otra. No pedían nada, pero traían noticias. Yo me paraba en la puerta de la cocina para escuchar lo que hablaban, así fue como me enteré que la mujer, a la que llevamos comida, presa de la desesperación, después de haber dado la última miga de pan a los niños, había decidido ahogarlos y ahogarse ella misma en el río. Estaban jugando, mientras ella agarraba valor para hundirlos, cuando escucharon el motor del jeep y no pudo hacerlo. Con la comida que le llevó mi madre se ayudó por un par de semanas, después decidió buscar trabajo y atenderlos, nunca más pensó en matarse ni en matarlos.

El marido de mi madre llegó por la noche con la noticia, ya te convertiste en santa, la gente hablaba de ella como la enviada de dios, la que había logrado parar un suicidio y tres infanticidios. Ella se reía, casi sin parar, mientras le contaba la verdad.

El día anterior había visto a la mujer entrar al cuartel, normalmente llegaba a vender su cuerpecito a los oficiales de turno, era un comercio que no dejaba huellas ni evidencias y que el coronel agradecía, porque era una mujer exótica, por su color de piel, no una india cualquiera, como le escuchó decir. Pero ese día el hombre utilizó sus servicios y no le pagó. La sacó a empujones de la oficina, mi madre la vio salir, humillada y cansada, luego escuchó al militar jactarse, con sus suboficiales, de que al fin se había librado de esa mujer.

A mi madre ese coronel no le simpatizaba para nada, por eso decidió llevarle comida a la mujer, para apoyarla, especialmente porque aquel hombre se burlaba del oficial y de su esposa negra. La casualidad quiso que evitara la muerte de ella y sus hijos, lo que todo mundo consideró un milagro, cosa que dio fama a mi madre y evitó que se le viera mal por su color.

Bueno, está algo pajera la historia, pero debo decir que es cierta. Al final de cuentas un milagro no es más que una casualidad, o no.