viernes, 5 de septiembre de 2008

Milagros y milagreros

Mi madre, quien para nada fue una santa, llegó a ser considerada como tal, luego de una experiencia alucinante que tengo grabada en mi memoria, es uno de los recuerdos más viejos que tengo.

La primera vez que vine a Guatemala, por escasos dos años, fue cuando ella se caso-juntó con un oficial del ejercito que conoció en la frontera. Ella era una mulata excepcionalmente hermosa, tanto que algunos aseguraban que fue la inspiración para aquel libro Carazamba, algo que, históricamente, no puedo negar ni confirmar.

El asunto es que el tipo estaba destacado en Cobán, como oficial de abastos (no sé como le llaman), él se encargaba de tener comida para la tropa y los oficiales, por supuesto tenía que ser cantidad y calidad. Yo no era su hijo, pero me vine con ellos para que, según mi madre, le hiciera compañía y me alejara un poco de mis abuelos, con quienes regresé a vivir, pero eso es otra historia.

El día que sucedió lo que quiero contarles, mi madre llegó de la calle toda apresurada. Como esposa de un oficial (al menos así lo decía el oficial); no importaba ni su color, ni el de su hijo, ella podía usar un carro con chofer. Llenó una caja con provisiones: pasta, sopas, frijoles, arroz, azúcar, pan y aceite; cosas que normalmente abundaban en nuestra casa; llamó al chofer, quien trajo un vetusto jeep donde nos subimos, ella y yo, el bebé (no lo había mencionado, ella tenía un bebé con el oficial) se quedó con la niña qeqchí que lo cuidaba.

Apresurando al chofer, nos dirigimos a una colonia que estaba al otro lado de la ciudad. En ese lugar, alguna compañía extranjera construyó una hilera de casitas de madera, a la orilla del río Cahabón, y con los años las dejaron abandonadas, ahora estaban habitadas por gente muy pobre (aunque, curiosamente, todos eran blancos), quienes se dedicaban a la mecánica y otros oficios. El chofer paró en la última casita, yo me quedé viendo a tres niños que venían de regreso del río, totalmente empapados, su piel blanca y pelo rubio me asustó, por lo brillante. El mayor era más o menos de mi edad, unos seis años, y el más pequeño apenas podía caminar. Atrás de ellos venía una mujer, chiquita y pelirroja, traía puesto un vestido largo, de algodón, floreado, también venía empapada.

Mi madre estaba parada en la puerta de la casa, la mujer, visiblemente asustada, se acercó a abrir la puerta, estaba descalza y sin medias, subimos los tres escalones de la vivienda y entramos a una casa cuya pobreza y suciedad me asustó.

Los niños nos metimos corriendo, mientras la madre les ordenaba cambiarse de ropa y ella, sin cambiarse, atendió a mi madre en un comedor, donde una mesa y tres sillas viejas estaban atiborradas de ropa sin planchar. Riendo nerviosamente le dijo a mi madre que como hacía tanto calor había llevado a los niños a nadar al río, a mi me pareció bastante tonto eso de nadar con ropa.

Mi madre le ordenó al chofer bajar la caja, él la puso sobre la mesa de la cocina y sacó las cosas. La mujer hizo cara de sorpresa, pero de inmediato tomó un cuchillo para abrir una enorme lata de sardinas. Los niños llegaron gritando, agarraron pan y sardinas y los devoraron, demostrando tal hambre, algo que nunca antes había visto; negro y todo, yo jamás pasé un día sin comer. Abrieron otra lata, hasta entonces la mujer le ofreció una silla a mi madre, ella se miraba un poco molesta. Después de comer, los patojos nos fuimos a jugar, pero alcancé a escuchar que la mujer sollozaba, por momentos, otros lloraba a gritos.

Al día siguiente una mujer llegó a ver a mi madre, luego otra y otra. No pedían nada, pero traían noticias. Yo me paraba en la puerta de la cocina para escuchar lo que hablaban, así fue como me enteré que la mujer, a la que llevamos comida, presa de la desesperación, después de haber dado la última miga de pan a los niños, había decidido ahogarlos y ahogarse ella misma en el río. Estaban jugando, mientras ella agarraba valor para hundirlos, cuando escucharon el motor del jeep y no pudo hacerlo. Con la comida que le llevó mi madre se ayudó por un par de semanas, después decidió buscar trabajo y atenderlos, nunca más pensó en matarse ni en matarlos.

El marido de mi madre llegó por la noche con la noticia, ya te convertiste en santa, la gente hablaba de ella como la enviada de dios, la que había logrado parar un suicidio y tres infanticidios. Ella se reía, casi sin parar, mientras le contaba la verdad.

El día anterior había visto a la mujer entrar al cuartel, normalmente llegaba a vender su cuerpecito a los oficiales de turno, era un comercio que no dejaba huellas ni evidencias y que el coronel agradecía, porque era una mujer exótica, por su color de piel, no una india cualquiera, como le escuchó decir. Pero ese día el hombre utilizó sus servicios y no le pagó. La sacó a empujones de la oficina, mi madre la vio salir, humillada y cansada, luego escuchó al militar jactarse, con sus suboficiales, de que al fin se había librado de esa mujer.

A mi madre ese coronel no le simpatizaba para nada, por eso decidió llevarle comida a la mujer, para apoyarla, especialmente porque aquel hombre se burlaba del oficial y de su esposa negra. La casualidad quiso que evitara la muerte de ella y sus hijos, lo que todo mundo consideró un milagro, cosa que dio fama a mi madre y evitó que se le viera mal por su color.

Bueno, está algo pajera la historia, pero debo decir que es cierta. Al final de cuentas un milagro no es más que una casualidad, o no.

5 comentarios:

miquelet dijo...

Las casualidades, cuanto más remotas son, más milagros parecen.

Muy buena historia, sobre todo, sabiendo que es cierta.

Salud.

la-filistea dijo...

¡Sopas!

Johan Bush Walls dijo...

Miquelet: Buenas vacaciones, maestro Miquelet. Las casualidades, mejor si son afortunadas.

Filis: !Sopas, pues¡

Salú pue.

Nancy dijo...

Es una historia hermosa. No me parece pajera, es una gran historia

Johan Bush Walls dijo...

Nancy: bonitas palabras, se agradecen, mucho. La puerta está abierta, puedes venir a leer cuando quieras.

Salú pue.