viernes, 12 de septiembre de 2008

15 de septiembre

— Ya vieron muchá, el centro está de nuevo sitiado, es la segunda vez en el año; primero fue la semana santa, llena de marchas fúnebres; ahora el quince de septiembre, con su tamborileo y, de plano, es imposible circular.

—La independencia dicen, solo pajas es la mara, con tal de sacarle pisto a los papás siguen necios con los desfiles; de todas formas estás de pelex mano.

—Un poquito, pero estoy escribiendo una historia para mi blog.

—Ya viste pues, solo pajas, vaa bos Beto.

—Ujum,

—Ya no me interrumpan pues, tengo que escribir la historia, quiero ir al baño, pero me voy a aguantar, si no pierdo el hilo.

Los dos años que pasé en Guatemala, cuando era niño, me dieron el panorama del país al que regresaría ya siendo adulto. Aprendí el español con alguna dificultad, debido a mi forma de hablar, en ese tiempo conviví con los verdaderos discriminados. De cualquier manera, para la gente, yo era un ente raro. Cuando vivía en Cobán apenas me miraban, pero los viejitos se corrían cuando se topaban conmigo en la calle. Luego supe de la leyenda del negro, y de cómo los finqueros contrataban (o compraban, ¿quién sabe?) a un hombre de mi color, lo dejaban suelto y desnudo, por la noche, entre los cafetales, para prevenir los robos que se hacían a los sembrados. Así que para los viejos yo era una especie de duendecillo negro, y para los ladinos, alguien raro; pero con la fama de santa adquirida por mi madre, nadie se metía conmigo, ni se atrevían a ponerme apodos.

El quince de septiembre los cuques siempre aprovechaban para hacer su propaganda, además buscaban una forma de celebrar, algo que nunca faltaba era la elección de la reina del regimiento.

El primer año, el coronel le ordenó al marido de mi mamá que le diera doscientos quetzales a una muchacha indígena, ella era preciosa y sería la representante del regimiento en las fiestas del siguiente agosto, casi un año después. También se había elegido, a dedo, a una reina ladina, las dos lucirían su belleza durante todo el año.

Normalmente se le daba a la reina ladina una cantidad mayor, recibía el título de madrina del regimiento y se le proporcionaba dinero para ropa, zapatos y maquillaje, todo lo necesario para verse bien en los eventos. A la reina indígena, casi siempre de menos de quince años, se le asignaban, escasamente, unos cincuenta quetzales, para que viera que hacía, pero el coronel quería que la de ese año, como era excepcionalmente bella, tuviera una ropa digna del regimiento y le entregó aquel dinero; al cambio actual serían más de cuatrocientos dólares (vaya si estaré viejo). A la patoja ladina la trajeron de una aldea y era lo que se dice: una ladina pobre. Fue un escándalo en el pueblo, porque no se eligió, como siempre, a alguna hija de finquero. Como no querían hacerla de menos le dieron la misma cantidad de dinero, para que se comprara algo de ropa. La chica y su madre hicieron viaje a la capital para hacer las compras.

El día del desfile, el coronel estaba seguro que lo iban a envidiar, cuando lo vieran del brazo de las dos bellezas, una pelirroja y la otra indígena; pero la primera sorpresa fue que la niña indígena no llevaba ropa nueva, y aunque se miraba bien con lo que traía puesto, era notorio que se trataba de ropa vieja. La segunda sorpresa fue que la pelirroja se había puesto el vestido más feo y vulgar que le pudieron comprar; era una cosa roja, llena de vuelos, fatal mezcla entre un traje de sevillanas y un disfraz de meretriz del Moulin Rouge, súper maquillada, casi parecía un payaso.

El coronel suspiró, frunció el ceño, pero tuvo que desfilar. Más tarde pensó que la pelirroja no había escogido bien el vestido, pero quizá para la fiesta de la noche lo haría mejor, entonces se animó a decirle: vamos a la fiesta por la noche, se me viste bien patoja.

Al baile, la pelirroja llegó con el mismo vestido rojo, la fiesta fue una locura, porque las niñas bien del pueblo se la pasaban cuchichiando. Todo esto lo escuchaba yo al otro día, mientras los adultos de la casa chismeaban.

El marido de mi madre fue conminado a investigar que había pasado con el dinero, así que llamó al padre de la niña indígena y a la madre de la pelirroja, para que llevaran los recibos de lo que habían comprado. En esos tiempos no era común pedir comprobantes, por lo que llegaron con las manos vacías.

Primero llegó el padre de la niña indígena, ante la pregunta solo se limitó a decir: pues la niña tiene ropa y nosotros necesitábamos unos coches y unos chuntos, para celebrar la siembra, así que en eso me gasté el pisto. Era evidente que el hombre pensaba que el dinero había sido un pago por prestar a su hija.

La mamá de la pelirroja llegó al rato, toda agitada, ella si tenía un recibo por ciento cincuenta quetzales, de una tienda de la sexta avenida. El marido de mi madre se reía mientras lo contaba: sabés que compró con ciento cincuenta quetzales: calzones y brasieres. Resulta que la niña no acostumbraba usar ropa interior, y como pensó que si la invitaban a Quetzaltenango, al año siguiente, tendría que dormir con otras patojas y no quería que la juzgaran, por eso le compró ropa interior de lujo, según ella, y con lo que le sobró compró tela, con la que la vecina confeccionó el vestido que utilizó. Eso le dijeron y eso escribió en el informe que presentó al coronel.

—No muchá, ya no aguanto, ahorita regreso.

—Vos Beto, vení, ayudame a terminar la historia del Johan.

—Nel hombre, se va a malear.

—Si no le gusta que lo borre.

Esa noche el coronel levantó a la tropa, a eso de las dos de la mañana, personalmente se encargó de que los tres pelotones a su cargo corrieran diez kilómetros, con la mochila a cuestas, y después, solo por joder, mandó a dos sargentos a la casa de las reinas, para decirles que repusieran el dinero o que se atuvieran a las consecuencias.

La indígena salió huyendo, hacia México, pero sus padres no alcanzaron a llegar al pueblo próximo, la patrulla los alcanzó. La otra se fue a la capital, con sus padres. Se escondieron unos meses en la casa de unos tíos, ahí conoció a un oficial que la cortejó unos días, y ella le terminó contando su historia.

Una tarde del tercer mes, el coronel estaba parado en el umbral de la puerta de la casa de los tíos; se miraba como quien llega de un largo viaje, pero sin equipaje, tenía un gesto de venganza, a su lado estaba el oficial, quien pronto se convirtió en capitán. Los padres no pudieron pronunciar palabra alguna, el coronel tampoco dijo nada, pero el movimiento de su cabeza les indicó que lo siguieran. Estaba claro que el coronel no se iba a quedar solo con las explicaciones.

Ya de regreso en el pueblo, mandó a su mujer con la pelirroja, para que comprara unos trapos decentes; por supuesto, la chica tenía que ir con él, al año siguiente, a Quetzaltenango.

—Aguas que ahí viene el viejo.

—¿Qué onda muchá?, ya vinieron a chingar mi historia, ahora que se quede así.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo quiero leer la versión del Johan...

Johan Bush Walls dijo...

Anónimo: Esos patojos son creativos, le dieron buen final a la historia.

Salú pue.

Nancy dijo...

Hola, te tomé la palabra. Me gustan las historias de la gente. Me gustan tus historias.
Me llaman la atención tus anécdotas a partir del color de tu piel. Yo supongo que por ser de baja estatura tengo un montón de anécdotas, pero casi no me daba cuenta hasta que empecé a leer tus historias. En fin, felicidades, es un placer leerte.

Johan Bush Walls dijo...

Nancy: pues que bien que lo hayas hecho, es un placer tenerte por acá.

Salú pue.