La suerte se manifiesta de maneras misteriosas: si se busca no se encuentra, si no se busca tampoco llega, y si se espera hay que hacerlo sentado; pero hay días en los que llega en forma de pequeñas cosas, como el otro día, cuando me gané un pavo. Así fue maestros y maestras, me gané un pavo en una rifa de centro comercial, unos pocos días antes de navidad.
No soy de participar en rifas, ni nada por el estilo, menos en los centros comerciales, porque la mayoría de las veces hay que llenar una boleta en la que piden número de teléfono y dirección, y luego empiezan a llamarlo a uno para ofrecerle productos de todo tipo, y esos vendedores sí que son bien necios.
El rollo es que en el sorteo del que les hablo solo había que meter un número en una cajita y esperar un rato, y ¡zas! que me gané el pavo.
Como nunca me animé a comprar el carrito, no por tacaño, es porque el tráfico en esta ciudad es de locos y se pierde mucho tiempo yendo de un lado para otro; en cambio en el Transmetro, o en el Transurbano, aunque se viaje amontonado, y de repente se suban a asaltar, uno camina más rápido; pajas que me doy, sé que finalmente voy a comprar ese carro, porque ya el transporte público es inaguantable, y los taxis muy caros. La cosa es que ahí iba yo para la casa, en camioneta, cargando el pavo que me gané.
Cuando la suerte está echada nadie se escapa de ella, ganarme ese pavo me acarreó más problemas que otra cosa. Qué iba yo a hacer con un pollo gigante, apenas tengo un mini-refrigerador, por lo que tuve que decirle al chavo de la tienda que me lo guardara, mientras decidía qué hacer con el ave.
El señor obra de maneras misteriosas, en este caso fue una señora, en realidad una amiga, gran amiga ella, que me invitó a comer a su casa, en los días previos a navidá. Ahí está dije yo, le doy el pavo y que ella lo cocine; pero resultó que antes de yo preguntar algo me soltó que el plato fuerte del menú era pavo, y que ya todo estaba listo, que le daría gusto que yo fuera, y que no me preocupara por llevar nada, porque solo quería que los invitados llegaran a comer. Bien linda ella, buenísima onda. Y bueno, yo seguía con el dilema del pavo.
La cena donde mi amiga estuvo muy chilera, bien rico todo, ella es excelente anfitriona; buena compañía y buena comida. La cosa es que llegado el momento de comer, puso en el centro de la mesa un pavo que pedía a gritos ser trinchado, comido pues.
Viendo el pavo estaba, tan bien cocinado, con un color que lo hacía ver en su punto, montado sobre una cama de lechugas, y acompañado de puré de papa, cuando llegó la epifanía. Ese pavo lo puedo cocinar yo, dije dentro de mi cabeza, y me lo repetí: simón pastel, ese pavo lo hago yo, no se mira complicado, yo lo hago, me dejo de llamar Johan si no lo cocino (aquí vale la pena aclarar que yo jamás he cocinado nada, si mucho preparo huevos y caliento frijoles); y le pedí la receta a mi amiga, pero le pedí que me la escribiera, como quien escribe un cuento, como quien le enseña a un tonto a construir un cohete espacial, con todos los detalles del mundo, para que no hubiera posibilidad de echarlo a perder; y ella, más linda que nunca, accedió. Al otro día tenía en el correo el paso a paso para cocinar un pavo; claro que tuvo que aguantarse la llamadera por teléfono, porque la estuve llamando cada vez que surgieron las dudas.
Para completar los ingredientes tuve que visitar tres supermercados y cinco tiendas, solo me fue imposible conseguir dos cubos de caldo de gallina, pero los sustituí con consomé de pollo, lo demás lo encontré, y me decidí a cocinar el pavo para la cena de navidad, y así poder alimentar a unos cuantos comensales que invité a comer.
No les voy a contar todo el proceso de la cocinada, pero sí les cuento que me vi muy diestro en la cocina. Ahí estaba yo, armado con cuchillo y guantes desechables, picando tomates, picando chiles pimientos, cortando puerro en rodajas, y sobando al pavo en todas sus partecitas; hasta me conseguí una gran olla para meterlo, me la prestó la doñita que me alquila el apartamento.
Lo cociné en mi estufita y el horneado final lo hice en el horno de la panadería de la esquina.
Para la salsa hice otro préstamo, una licuadora ruidosa a más no poder, de esas Oster que ya no se fabrican, pero que licúan como ninguna.
Llegado el momento de comer, no pude servir el pavo como el de mi amiga, porque se me olvidó amarrarlo y el proceso de cocción lo partió en dos; pero el sabor estaba inigualable, por lo que unas doñitas que se apuntaron a la comilona decidieron que era mejor cortarlo y servirlo.
El pavo fue un éxito, yo quedé como un gran chef, uno que tuvo suerte de principiante, al que le salió un pavo muy rico, y con el que nadie se indigestó. Ni los huesos quedaron del pajarraco.
Ahora voy a ponerme un poco cursi, la suerte no fue haber ganado el pavo, la suerte fue haber pasado un rato agradable con los vecinos, culpa del pavo que me gané en el centro comercial.
Salú pue.